lunes, 10 de mayo de 2010

Reflexiones críticas sobre el ADD/ADHD

Niños desatentos e hiperactivos en la escuela. ¿Cómo ayudarlos?

La rotulación de niños como portadores de un síndrome atencional es una práctica que se viene repitiendo con demasiada frecuencia, en muchas ocasiones, sin indagar la pertinencia de semejante diagnóstico y suministrando al así etiquetado medicación para el síntoma, dejando intacto lo que lo produce, para que vuelva a manifestarse o estalle en na nueva forma. Las pastillas “mágicas” (algunas de ellas adictivas) suelen enmascarar la problemática profunda y tornan crónicas circunstancias que quizás sean pasajeras o consecuencia de otros factores.

En los últimos años, nos hemos encontrado con la proliferación de diagnósticos del estilo de: “síndrome de...”, seguido de una palabra en inglés que describe algún desorden. Así, tanto lo que conocíamos como fobias como lo que denominábamos terrores nocturnos han pasado a ser síndrome de panic attack, los síntomas obsesivos se han transformado en TOC (trastorno obsesivo-compulsivo), los niños inquietos y desatentos en ADD o ADHD, etc...
A la vez, el alto porcentaje de niños medicados y la difusión de la medicación como aquello que puede resolver mágicamente problemas psíquicos es preocupante.
¿Cuáles son los efectos psíquicos en un niño cuando es ubicado como síndrome? Así, hay niños que dicen: “Yo soy ADD”, perdiendo el nombre propio y adquiriendo una identidad prefigurada, que lo unifica en la invalidez y en la dependencia a un fármaco.
Cuando se habla de síndromes, el orden de determinaciones se invierte. Ya no es que un niño tiene tales manifestaciones sino que a partir de las manifestaciones se construye una identidad que se vuelve causa de todo lo que le ocurre, dejándolo encerrado en un sin salida. Una categoría descriptiva pasa a ser explicativa de todo lo que le ocurre. Ya no es “se mueve mucho y desordenadamente, ¿por qué será? ”, sino: “Es ADD por eso se mueve mucho y desordenadamente”. Hay preguntas que se obturan. Y se eluden todas las determinaciones intra e intersubjetivas, como si los síntomas se dieran en un sujeto sin conflictos internos y aislado de un contexto. Y el cartel queda puesto para siempre.
Así, hay niños en los que se diagnostica ADD cuando presentan cuadros psicóticos, otros están en proceso de duelo o han sufrido cambios sucesivos (adopciones, migraciones, etc.) o es habitual este diagnóstico en niños que han sido víctimas de episodios de violencia.
Hay escuelas primarias en las que gran cantidad de alumnos están medicados por ADD sin que se formulen preguntas acerca de las dificultades que presentan los adultos de la escuela para contener, transmitir, educar y acerca del tipo de estimulación a la que están sujetos esos niños dentro y fuera de la escuela, el tipo de grupo familiar que manda a sus hijos a esa escuela, la inserción social de esas familias, los ideales predominantes en ese grupo social. Es decir, se supone que el niño es el único actor en el proceso de aprender, dejando de lado la incidencia de la familia, el maestro, el grupo, los contenidos transmitidos, el método de enseñanza y los ideales sociales.
La medicación aparece como una respuesta rápida frente a cualquier conflicto infantil. La actividad excesiva, la falta de atención, demasiada tristeza…, todo puede dar lugar a que un niño sea medicado. Salida riesgosa, en tanto la resolución farmacológica de las dificultades humanas, deja abierto el camino a la adicción.
Es, con frecuencia, la primera salida frente a las dificultades de aprendizaje, indicada, en muchos casos, desde los mismos maestros, presionados a su vez por las exigencias sociales, tanto de los padres como de las autoridades, de que todos los niños aprendan a un mismo ritmo. Pensemos que estamos en un mundo en el que lo que importa es el “rendimiento”, la “eficiencia”, en el que el tiempo ha tomado un cariz vertiginoso y los niños están sujetos a la cultura del “zapping”.
Esto nos llevaría incluso a preguntarnos qué tipo de atención requerimos cuando les pedimos que sigan el discurso del docente a niños a los que socialmente se incita a atender estímulos de gran intensidad, de poca duración, y con poca conexión entre sí (como es el caso de los video-clips, de las propagandas televisivas, de los jueguitos electrónicos). También, un mundo en el que la palabra ha perdido valor, en que lo que se dice se desmiente con muchísima facilidad. Y les pedimos que atiendan a palabras...
Un mundo en el que deben estudiar múltiples saberes para no quedar “fuera del mundo”, con lo que el aprendizaje pasa a ser un certificado de sobrevivencia. No queda ligado al placer sino a la conservación de la vida y a la inserción social.
En tanto un niño es un ser en crecimiento, considero fundamental tratar de operar sobre el entorno, intentar cambios en el funcionamiento familiar y ampliar las posibilidades de simbolización en el niño mismo.
Voy a plantear cómo pienso el tema de los trastornos de atención e hiperactividad, pensando que la atención, una motricidad organizada y el dominio de los impulsos se construyen a lo largo de la infancia.
También nos podríamos preguntar si hay alguien que “no atienda” en absoluto, o si hay diferentes maneras de atender a distintas cuestiones.
La atención presupone una investidura sostenida de un pedazo del mundo. Otorgarle valor psíquico a algo y sostener ese vínculo implica una posibilidad libidinal que incluye un descentramiento de sí, en tanto la atención exige centrarse en un otro, y sostener esa investidura a pesar de los aspectos desagradables que puedan aparecer.
Pero hay niños que no pueden investir un mundo que suponen hostil y del que se defienden borrando-borrándose.
A la vez, la investidura del mundo se logra por identificación con un otro que va libidinizando ese mundo y otorgándole sentido. Cuando la mamá muestra el sonajero, lo hace sonar, etc., está atrayendo la atención del bebé hacia un objeto. Pero si la madre no puede transmitir un dirigirse al mundo y no hay un sustituto que realice esta tarea, difícilmente el bebé invista un exterior a sí.
Así, nos encontramos con niños que no se conectan con el mundo, conectados con sus propias sensaciones intracorpóreas.
También con aquellos que han investido privilegiadamente el cuerpo materno y siguen atentos a él aun en época escolar. Estos niños pueden estar atentos, en la escuela, a cuestiones tales como los ritmos respiratorios y cardíacos del otro, la transpiración, los tonos musculares, los tonos de voz..., sin registrar lo que se les dice.
Es bastante frecuente que niños criados en un ambiente de mucha violencia o que han sufrido migraciones o privaciones importantes estén totalmente desatentos en clase, en tanto la violencia deja, entre otras marcas, una tendencia a expulsar toda representación o un estado de alerta permanente.
Otra de las posibilidades es que el niño haya retirado sus investiduras del mundo para investir sus fantasías. Es diferente investir las fantasías que investir sensaciones kinésicas o latidos cardíacos. El niño que se repliega en la fantasía puede hacerlo porque el mundo (y sobre todo el mundo escolar) le resulta insatisfactorio, peligroso, o pone en juego su narcisismo.
Hay niños cuyas familias tienen características adictivas: están sujetas a ritmos vertiginosos, consumen permanentemente remedios, comida, bienes, o están amarradas las 24 hs a la televisión. Esto, que no permite a un niño organizarse psíquicamente, crea una potencialidad adictiva, en tanto el niño se estructura en dependencia de un elemento externo a él, sin tiempo para pensar. En estos casos, la medicación tiene un riesgo extra: son niños que pueden llegar a ser adolescentes adictos. Es decir, si se les da una medicación que tiene potencialidad adictiva, como es la Ritalina, se estaría facilitando el camino a la adicción, en lugar de preverlo.
No es casual que, en muchos casos, los trastornos de atención estén acompañados por hiperactividad e impulsividad.
Son cortocicuitos en los procesos de pensamiento.
En primer lugar, podemos pensar en la constitución de la pulsión de dominio (dominar los objetos, dominar el propio cuerpo, dominar al otro). Si la pulsión de dominio se constituye en un recorrido que va de dominar-dominarse-ser dominado y el órgano por excelencia es la mano, podemos pensar en los avatares del dominio de sí en relación a la construcción de la pulsión misma, en el interjuego activo-pasivo. Caminar, hablar, manipular objetos, muestran los efectos de la separación, de la pérdida del otro y a la vez el deseo de anularla. Evidencian la constitución de la representación de sí y del otro, esbozos de representaciones preconscientes, un cierto grado de escisión ello-yo y de fractura narcisista.
Pero si el narcisismo materno borra diferencias, quiebra distancias, si se hace por él y se le prohibe el movimiento, si se habla por él, si se lo ubica como objeto a ser tocado y mirado, el niño puede quedar sometido a la actividad materna en una posición totalmente pasiva, o puede intentar ser, demostrar que está vivo, a través del despliegue motriz.
Hay una dificultad en estos niños para pasar del acto a la representación del acto.
Freud afirma que hay modos de traducir, de organizar los pensamientos inconscientes de un modo preconsciente que son anteriores a la palabra. Es lo que llamamos preconsciente cinético y preconsciente visual. Por ejemplo, cuando un nene de dos años se cae y uno le pregunta qué le pasó, él repite la acción, arma toda la escena nuevamente, se tira al piso, se vuelve a tropezar con lo que se tropezó y puede decir “nene-apumba”. Del mismo modo, y frecuentemente durante la etapa escolar, en los primeros años de la escuela primaria, los niños tienen más facilidad para decir con imágenes que con palabras.
Los niños “hiperactivos” presentan dificultades ya en la constitución del preconsciente cinético, en esa organización preconsciente a través de acciones, por lo que no pueden apelar a esos modos de traducción.
La pulsión de dominio permite el despliegue motriz aloplástico, es decir, permite ubicarse con posibilidades transformadoras del mundo, en la infancia a través del juego. Pero si el adulto concibe como única posibilidad la de dominar al otro, el niño que camina, corre, se mueve, pasa a ser vivido como un atacante de sí, del propio poder. Y entonces el dominio retorna como pulsión de muerte en el intento de reducir al sujeto a ser un fragmento de una totalidad compuesta por partículas idénticas. Es decir, el niño queda allí descualificado, despersonalizado. Debería ser una sumatoria de piezas idénticas. La constitución de sí mismo, el registro de su propia persona queda anulado.
Así, hay niños que se mueven para constatar que están vivos a pesar del mandato materno-paterno de que funcionen como objetos. También, niños que intentan despertar a una mamá depresiva con su movimiento permanente. (Tal como afirma Françoise Dolto: “Los niños insoportables y opositores ayudan a una madre depresiva a no desplomarse”). Niños que expulsan lo no metabolizable y niños que se “autocalman”, intentan tolerar lo insoportable, a través de un movimiento compulsivo.
Se puede pensar la torpeza motriz como efecto de tensiones pulsionales no integradas. Es decir, como una falla en las actividades fantasmáticas y oníricas, en la capacidad para simbolizar. Lo que no quiere decir que no haya fantasías.
Frecuentemente, el niño hiperkinético tiene un mundo fantasmático que lo acosa y le resulta terrorífico. ¿Por qué le resulta terrorífico? Podemos afirmar que las fantasías funcionan en él como estímulos imparables, aterradores, no diferenciables de la realidad. El mundo fantasmático lo abruma y no hay suficiente proceso secundario que le posibilite frenar el pasaje a una motricidad desenfrenada.
Entonces, para pensar las intervenciones del psicoanalista con el niño es fundamental diferenciar de qué tipo de desatención, hiperkinesia e impulsividad se trata.
Un psicoanalista puede ayudar a un niño:
- a construir, de a poco, la atención hacia el mundo, acompañándolo en sus intentos;
- a diferenciar pensamiento y acción;
- a otorgar sentido a su hiperactividad, transformando el movimiento desenfrenado en juego.
Por otra parte, los efectos de la medicación y de una intervención psicoterapéutica son diferentes. Si alguien frena un funcionamiento compulsivo con medicación, esto no implica mayor complejización psíquica. Puede insistir ese u otro tipo de problema. Es decir, aun medicando, hay que trabajar para que las causas de la desatención y la hiperactividad desaparezcan.
Pienso que el sufrimiento de un niño es siempre algo atendible y que los adultos debemos aliviarlo, seguramente coordinando esfuerzos, pensando y trabajando en conjunto y sumando en esto a padres, maestros, profesionales y autoridades.
Quizás la única posibilidad de que los niños se sientan mejor en una sociedad como la actual es que estén sostenidos por redes de adultos.
Para finalizar, considero que ningún sujeto puede ser reducido a un “sello” sin desaparecer, como sujeto humano, complejo, contradictorio, en conflicto permanente, en relación a un entorno significativo y, por ende, con un cierto grado de impredictibilidad, esa libertad posible a la que intentamos acceder.
Quizás, rescatar la libertad de estos niños sea nuestra tarea.

Beatriz Janin*

* Beatriz Janin es Licenciada en Psicología (UBA). Directora de la Carrera de Especialización en Psicoanálisis con Niños y de la de Adolescentes (UCES). Supervisora en diferentes servicios de psicopatología de la Ciudad de Buenos Aires. Autora de libros y artículos publicados en revistas especializadas.

Nota: El tema de este artículo, comprenderá una de las conferencias magistrales que será desarrollado y ampliado en el 1º Simposio “La cultura infantil: clínica y educación”, a celebrarse los días 10 y 11 de octubre de 2008 en la ciudad de Buenos Aires.

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